Si hace unos años la precariedad nos parecía solo una peculiaridad que distinguía a ciertos trabajos, hoy la percibimos como una especie de color, un tono gris que tiñe la vida contemporánea. No es la excepción, sino la norma. La viven los mozos de almacén subcontratados por ETT, los casi 200.000 interinos de la enseñanza, las enfermeras y médicas que con cada vez menos manos intentan cubrir la atención primaria, los peones de industria con contratos flexibles. Entre los “éxitos” del gobierno actual, destacan los 830.000 fijos discontinuos que se podrán sumar, como mucho, a las cifras de precariedad.
Pero lo más grave no es el grado de extensión de la precariedad, sino que pueda concebirse como una inercia irremediable del trabajo del siglo XXI. Se podría instalar en el pensamiento colectivo la noción de que se genera espontáneamente y de manera irremediable, o la sensación de que la generan mecanismos incontrolables por la voluntad humana. Estas ideas acechan ahora que quien llegó al gobierno aupado por el descontento ante la precariedad laboral solo ha podido, tras una legislatura, amortiguar algunos de sus efectos. Si de verdad es imposible arrancar la precariedad de raíz es una pregunta que nadie sitúa en el debate electoral. Al menos, ninguno de los partidos que gestionan el poder capitalista.
Que haya quien no plantee más que reformar lo reformable dentro de este sistema sin cuestionarlo no significa que este sea el límite de los cambios. Que haya quien solo aspire a rogar una parte del poder establecido, sin disputarlo desde una posición independiente, no significa que esta segunda salida no exista. Todo esto solo implica que el poder ya tiene a sus partidos para gestionarse con diversas fórmulas. Y que ahora es momento de que la clase obrera apueste por la suya: la propuesta comunista.