Llegan las elecciones y una sensación de hastío e incomodidad se le agarra a uno hasta los huesos. Qué mal combinan sus campañas con nuestras vidas. Su artificio con nuestra frustración. Sus promesas con nuestra realidad. Qué poco creíble resulta todo cuando generaciones enteras se han acostumbrado a una vida de inestabilidad, de continua perdida de condiciones vitales, de precariedad y explotación. Generaciones enteras que han normalizado vivir de crisis en crisis, una epidemia social que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda.
Eso sí, ninguno va a prometer acabar de una vez por todas con las crisis. Esa afirmación sería tomada como un disparate. Porque las crisis son consustanciales al sistema capitalista, y ninguno de los partidos parlamentarios plantea superar este sistema. Así que aquí estamos, habituados a una vida caracterizada cada vez más por el riesgo: el riesgo de la flexibilidad laboral, de la competición curricular, de las subidas de precios, de la ausencia de recursos públicos… El riesgo de no poder construir un proyecto de vida no dependiente de otros, o de no poder siquiera sobrevivir.
En España en lo que va de 2008 a 2023 los salarios han caído cerca de un 13%. Y todo esto entre muchas promesas y muchas estadísticas, que también combinan muy mal con nuestras vidas. Es lógico que la mirada más recurrente de nuestro presente hacia el mañana sea la distópica, la trágica. El futuro está enladrillado, solo parece posible imaginar cómo se autodestruye entre el salvajismo este sistema.
Qué angustiosa me pareció siempre esa imagen del trabalenguas infantil de un cielo cerrado por ladrillos, pero qué bien resume lo que sentimos la clase obrera hoy. El mismo cortoplacismo en el que estamos obligados a existir, tiene su correlato político cuando nos dicen que les elijamos aunque sea como “mal menor”. Quizás estas elecciones sean el momento de pensar más allá, de alterar el “normal” devenir de las cosas, retomar nuestras herramientas y desenladrillar el futuro a martillazos.