Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa

Aún se pueden escuchar latigazos en algunas iglesias apartadas, donde sacerdotes y novicios, al ritmo del rezo «por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa», se fustigan para expiar sus pecados. La culpa es un elemento muy presente en la cultura católica. En los últimos tiempos, la precariedad y la temporalidad se han instalado y naturalizado como características intrínsecas al trabajo juvenil, y en paralelo ha surgido una cultura del emprendimiento que ha permeado a la sociedad y especialmente a los jóvenes. La idea de ser dueños de su propio negocio y obtener la ansiada “libertad financiera” se ha convertido en una meta para muchos. Los influencers, personas que han ganado fama y seguidores en las redes sociales, se han convertido en un modelo a seguir para aquellos que aspiran a “emprender” en el mundo digital. Una de las múltiples consecuencias de esta cultura del emprendimiento y el culto a la figura del empresario es la frustración por no cumplir con las expectativas autoimpuestas (impuestas realmente desde fuera), rodeadas por ese sentimiento de culpa que muchas veces provoca un deterioro de la salud mental.

La cultura del emprendimiento es la actualización contemporánea de un concepto que ha estado siempre presente en la ideología burguesa para explicar la supuesta igualdad de oportunidades en el capitalismo: el ascensor social. El hombre progresa en la vida dependiendo de sus decisiones racionales como individuo según la máxima burguesa de la individualidad. El esfuerzo individual es así la clave para ser exitoso, para progresar en la escalera de las clases sociales. Este concepto pasa por alto algo que es una evidencia manifiesta: la propia aceptación de la existencia de las clases sociales implica que existe una situación de desigualdad frente a la propiedad de los medios de producción, y esta desigualdad, que es inherente a las propias clases sociales, no puede eliminarse por tanto sin la superación del propio sistema de clases. En definitiva, no puede existir igualdad de oportunidades real dentro del capitalismo.

Si bien estas desigualdades pueden reducirse en un proceso de conquista de derechos, el concepto del ascensor social trata de difuminar esta relación antagónica entre las clases, a la par que pretende convencer a la clase obrera de que a base de esfuerzo individual puede conseguir el éxito. Éxito que se traduce en pasar a ser explotador, en lugar de explotado. Es decir, continuar perpetuando el propio origen de la desigualdad.

Si bien este concepto ha sido utilizado durante mucho tiempo, hoy adquieren importancia los términos que rodean al emprendimiento, debido a ciertas transformaciones acaecidas en la organización de la producción. La temporalidad avanza, permitiendo un uso más ajustado y rentable de la fuerza de trabajo: a través de diferentes mecanismos se impone la llamada “flexibilidad”, medida necesaria para tratar de luchar contra la tendencia decreciente de la tasa de ganancia y aumentar la explotación a la clase obrera. Este modo de organización de la producción denominado por algunos posfordista, lejos de alterar la base de la explotación misma, ha precarizado en grado sumo el mercado laboral mediante la flexibilidad interna y externa, atomizando los procesos productivos y a los propios trabajadores. Este tipo de trabajos precarios

provocan que muchos jóvenes se vean atraídos, bajo el peso de la culpa, por este discurso del emprendimiento, y comiencen a aceptar el marco laboral de los autónomos (muchas veces bajo la figura del falso autónomo) o freelancers como una ventana de oportunidad, pero sin las garantías laborales básicas que disfrutan los trabajadores asalariados.

La proliferación del trabajo autónomo y el emprendimiento es consecuencia a su vez de la necesidad de escapar de estas condiciones de precariedad. Sin embargo, la diferencia en el acceso a los recursos y contactos entre clases generan que en muchas ocasiones estos sueños del emprendimiento terminen en grandes decepciones, pérdidas de capital y altos niveles de estrés y ansiedad generados por la cantidad de esfuerzo invertido que no se ve recompensado. Los jóvenes de extracción obrera que escogen este camino como escape a la situación generalizada de precariedad y temporalidad se enfrentan a la incertidumbre y a tener que cargar con el peso de la responsabilidad de su posible fracaso.

Así, todas estas transformaciones tienen una traslación en cómo nos relacionamos con el mundo. La promoción de la cultura del emprendimiento encuentra suelo fértil en esta realidad atomizada, y hace que ciertos discursos se popularicen. Se promueve la idea de que los jóvenes deben estar constantemente trabajando y produciendo. Muchos influencers son una manifestación de esta cultura del consumo y la mercantilización de la vida cotidiana. Desde los daily routine vlogs hasta los influencers del fitness, ambos fomentan estilos de vida que glorifican la hiperproductividad, la idea de que debemos trabajar duro todo el tiempo, incluso renunciando a las pocas horas de tiempo libre de las que disponemos. Los nuevos discursos sobre el “estoicismo” o la promoción de formas de vida totalmente irreales e impostadas en las redes sociales se transmiten a los jóvenes, quienes, con la sensación de fracaso y culpa por no poder permitirse unas maravillosas vacaciones en Cancún, recapacitan sobre su vida y marcan sus espaldas con ese golpe de látigo al ritmo del viejo rezo.

Los influencers, al utilizar sus plataformas cada vez más masivas para promover ciertos productos, estilos de vida o ideologías, tienen un gran poder para moldear la opinión pública como funcionarios de la cultura dominante, especialmente de los más jóvenes. Esta difusión de la ideología dominante, no obstante, no se da en un marco maquiavélico, en una especie de complot de las grandes empresas y los aparatos de reproducción ideológica, sino que es expresión de la propia dominación de clase basada en las relaciones de producción.

Por ello, la narrativa del chico o chica joven que, con esfuerzo y trabajo, consigue triunfar, ser famoso y hacerse rico, crea un ejemplo perfecto para aleccionar a la inmensa mayoría de jóvenes. Si hay personas que comienzan “desde la nada” y lo consiguen, si yo no puedo, será que mi esfuerzo no es suficiente. Será, una vez más, mi culpa, mi gran culpa.

Los influencers, a través de este discurso individualista que entiende las propias relaciones sociales como mercancía, también contribuyen a la propagación de problemas relacionados con la salud mental. La promoción de una imagen corporal idealizada e

irreal que utilizan los influencers para promocionar sus productos y marcas también facilita el desarrollo de trastornos de la conducta alimentaria y distorsiones de la imagen corporal.

En un contexto social mediado necesariamente por el intercambio de mercancías, una consecuencia inevitable es la cosificación de las propias relaciones sociales. Es decir, los elementos asociados al fenómeno del que nos estamos ocupando, y que se desarrollan en el seno de la superestructura, pueden facilitar la proliferación de los problemas de salud mental, pero su origen primero, su germen, está en el propio modo de producción.

Así, todo el discurso de la cultura del emprendimiento pone el foco en el individuo, fomenta la competencia, ensalza la hiperproductividad y ofrece imágenes distorsionadas de la figura del posible éxito a través de los referentes juveniles. Todo esto, contextualizado en el marco de las formas contemporáneas de organización de la producción, afecta no solo a la salud mental de los jóvenes, sino también a su capacidad de organizarse colectivamente, luchar por sus derechos y en última instancia acabar con el fundamento mismo de la explotación. Es decir, atomiza a los individuos, los enfrenta, neutraliza su capacidad y voluntad de lucha y hace aumentar, a la postre, las desigualdades de clase.

Esa crítica dirigida a paliar las diferencias de clase que emplea el concepto del “neoliberalismo” como apellido o sucedáneo del sistema capitalista e insiste en la posibilidad de un capitalismo más justo, de rostro humano, desconoce o ignora deliberadamente que el problema, en el fondo, reside en la propia existencia del sistema, en la raíz y no en las ramas más podridas. Decía Galeano que, como Dios, el capitalismo tiene la mejor opinión sobre sí mismo, y no duda de su propia eternidad. Pero el pasado y el presente nos muestran que tal vez esa autopercepción de eternidad sea ficticia. Tal vez sea hora de cambiar ese antiguo rezo que aún se escucha en muchas iglesias acompañado de los golpes de una fusta; tal vez sea hora de entonar el «tua culpa», y que los latigazos resuenen en las espaldas de todos los que, con mejores o peores intenciones, representan al capital.

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