El pasado 28 de diciembre el Consejo de Ministros aprobaba la anunciada reforma laboral. No podían haber elegido mejor fecha que el Día de los Santos Inocentes, en homenaje a quienes creyeron en las promesas de quienes prometieron derogar las reformas laborales, luego la última reforma laboral, después los aspectos más lesivos de la reforma de 2012 y que, finalmente, han aprobado una nueva reforma en sintonía con las necesidades del capital y con las exigencias de la Unión Europea.
Sin ánimo de realizar un análisis técnico, que trascendería con mucho el objeto de este artículo, el objetivo real de la reforma es consolidar y ampliar los mecanismos de flexibilidad interna en las empresas. Esto es, facilitar que la patronal modifique las condiciones de trabajo y el volumen de la fuerza de trabajo empleada en función de las necesidades. Ese es precisamente el objetivo de los ERTE introducidos por la reforma laboral de 2012, aunque parezca que el actual gobierno haya descubierto la piedra filosofal, al mismo tiempo que, a través del nuevo Mecanismo RED, se dota al gobierno de potestades extraordinarias para hacer frente a las crisis cíclicas que caracterizan el capitalismo, transfiriendo dinero público a las empresas en forma de exenciones y bonificaciones.
Las anteriores reformas laborales se centraron especialmente en favorecer la llamada flexibilidad externa, facilitando extraordinariamente el despido objetivo (20 días de indemnización), reduciendo de 45 a 33 días la indemnización por despido disciplinario y eliminando los salarios de tramitación. Nada de eso se ha tocado, por tanto, se legitima lo ya aprobado y se procede, como ya se ha dicho, a profundizar en la flexibilidad interna.
Flexibilidad, flexibilidad y más flexibilidad. Pero, ¿a quién beneficia la flexibilidad? Creo que la cuestión queda clara. Más aún cuando los propios contratos indefinidos se han devaluado de tal forma que cada vez se parecen más a los temporales. Y ahí se encuentra otro de los grandes bulos de la reforma: la supuesta lucha contra la temporalidad. Y digo bulo porque los contratos de obra o servicios firmados hasta la fecha continuarán rigiéndose por la normativa anterior, proyectándose hasta finales de 2025; porque las nuevas contrataciones temporales se canalizarán mediante los contratos por circunstancias de la producción y, muy especialmente, porque lo importante no es como se llame a los contratos, sino atacar el fraude masivo en la contratación que caracteriza las prácticas empresariales, sobre lo que la nueva reforma prácticamente no actúa.
Tampoco se mejora la situación de los cientos de miles de trabajadores de contratas y subcontratas, impidiendo, como hubiera sido necesario que las empresas subcontratasen su actividad principal. Y, de poner freno a las ETT ya ni hablamos.
Las únicas medidas que en cierta medida pueden considerarse positivas es la recuperación de la ultraactividad de los convenios colectivos y de la primacía del convenio sectorial —exclusivamente en lo relativo a la cuantía salarial— sobre el convenio de empresa, pero a costa de fortalecer la peligrosa senda de los arbitrajes y sin que estas tímidas reformas vengan a compensar la dirección principal de la nueva reforma laboral.
Sin perjuicio, claro está, de que en dos años un nuevo gobierno pueda dar marcha atrás a estos y otros aspectos siguiendo las directrices de sentido único de la Unión Europea.
La socialdemocracia ha hecho lo de siempre, gestionar el gobierno capitalista en la senda de perpetuar y modernizar las relaciones de explotación con los mayores niveles de paz social posible. En su momento advertimos a la clase obrera de que no se podía depositar confianza alguna en el gobierno de la socialdemocracia, la práctica nuevamente lo ha confirmado. Es el momento de abrir un amplio debate en el movimiento obrero y sindical, de fortalecer las posiciones de clase y de tomar conciencia de que nada se ganará en las mesas de negociación sin luchar y sin tomar conciencia de que los intereses de la clase obrera deben ser ley.