Durante este verano, los Colectivos de Jóvenes Comunistas han realizado una campaña de denuncia contra los efectos del capitalismo en la salud mental de la juventud. Dos datos son suficientes para invitarnos a pensar en la magnitud del problema: España es el primer país del mundo en el consumo de ansiolíticos y sedantes, y el suicidio es la primera causa de muerte entre jóvenes de 19 a 29 años.
En la población adulta no es mejor la situación. Según la Confederación de Salud Mental de España, la morbilidad de las enfermedades mentales es del 20% y los recursos no llegan al 6%. Mucho peor si atendemos a lo que es “llegar”. Primero, lo complicado que es ser derivado a un especialista en salud mental. Para el que lo consiga, las sesiones suelen ser de 40 minutos cada tres o cuatro meses, lo que dificulta un correcto seguimiento sobre el paciente. La solución temporal ante esta situación, por falta de recursos, es la administración de fármacos (ansiolíticos, sedantes, antidepresivos, etc.). Se abre todo un mercado a disposición de la industria farmacéutica que obtiene grandes beneficios a costa de nuestro sufrimiento.
Más allá de las polémicas acerca del estatuto científico (cuestión en la que no entramos en este artículo) de las diversas corrientes en psicología, psiquiatría y el carácter ideológico de algunas de las enfermedades mentales que han ido apareciendo en manuales como el DSM o el CIE en sus diferentes versiones, lo que podemos afirmar es que hoy el tratamiento de las trastornos mentales no viene determinado por el debate de la comunidad científica en base a las necesidades de los pacientes, sino por la escasez de recursos del sistema público sanitario, que acaba imponiendo la vía farmacológica como única alternativa.
Desde que comenzó la pandemia, han sido multitud los artículos en prensa que alertaban sobre los efectos mentales del confinamiento y del paro forzoso sobre la mayoría de la población. De nuevo, la clase trabajadora se ha llevado la peor parte. No es lo mismo confinarse en un piso de 50 metros cuadrados que en las mansiones de los barrios de renta más alta de cada ciudad. No es lo mismo reducir unos cuantos millones de euros de beneficios que quedar en paro y tener que engrosar las colas del hambre. Además, las deficiencias de recursos públicos en sanidad han impactado en la saturación de la atención primaria, lo que influye en los diagnósticos sobre enfermedades mentales. De nuevo, la pandemia ha demostrado que la clase social determina nuestro día a día.
A esta falta de recursos del sistema público de sanidad, tenemos que añadir las consecuencias del modo capitalista de producción que impactan sobre la clase trabajadora: inestabilidad laboral, carestía, ritmos frenéticos en los desplazamientos y trabajo, falta de conciliación familiar y laboral, casa y zonas residenciales deficientes para mantener unos estándares de vida individual y social saludables, ocio basura, marcos ideológicos promovidos por la industria cultural que generan crisis de identidad personal, incertidumbre, desorientación cotidiana producida por valores morales tóxicos… Mientras, un alud de efectos del capitalismo se vierte sobre la salud mental de la clase trabajadora, sin un sistema de salud público capaz de paliarlos, se exige la funcionalidad a todos sus miembros (para trabajar, consumir y obedecer), lo que obliga a la medicalización directa de cualquier disfuncionalidad psíquica. Se nos exige ser funcionales en un sistema disfuncional.
Estos efectos se ven atenuados (en parte) para las familias que sí tienen recursos para ser atendidas por la vía privada, que suele ascender a unos 200 euros al mes por persona, lo cual es inasumible para la mayoría de la población. Aun así, los efectos sobre el conjunto de la población trabajadora son intratables y sitúan la salud mental en un continuo colapso. El problema ya no es solo bloquear los efectos del capitalismo sobre la salud mental, sino un sistema que coloca constantemente nuestra mente en el filo de la navaja.
Se trata de un problema estructural que el capitalismo es incapaz de resolver. Es necesario organizar un plan urgente para afrontar las enfermedades mentales que sufre en primera línea la clase trabajadora, pero también cortocircuitar aquel sistema que las promueve y que sitúa la explotación de la mayoría de la población para el lucro de unos pocos. Como bien han señalado los CJC, “mientras no se coloque la vida humana en el centro, los problemas de la salud mental persistirán de forma amplia. Por una vida que disfrutemos vivir”.