A lo largo de los últimos años se han puesto de moda términos como «ecocapitalismo», «capitalismo verde» o «capitalismo sostenible», popularizados por constantes campañas mediáticas que han elevado al estrellato del activismo a figuras como la joven Greta Thumberg, que han logrado influenciar a buena parte de la sociedad.
La teoría del ecocapitalismo nace en los Estados Unidos a finales de los años 60 del pasado siglo y, al igual que otras corrientes de pensamiento, sirve de base a la articulación de lo que se dio en llamar «nuevos movimientos sociales», buscando soluciones parciales a los problemas generados por el capitalismo a través de su reforma, esto es, dentro del propio sistema capitalista.
En el caso del capitalismo verde, se trataría de introducir una serie de cambios estructurales para tratar de reducir el impacto medioambiental de los procesos productivos, a través de una mayor eficiencia energética y tecnológica. La principal herramienta del capitalismo verde sería el propio mercado, al que se someterían los recursos naturales a través de su privatización para convertirlos en «capital natural». Con ello, se alcanzaría un «desarrollo sostenible» que haría compatible la conservación del medioambiente con el mantenimiento de altas tasas de beneficio, implantando un régimen de acumulación capitalista racional. Las teorías sobre el capitalismo verde no sólo abordan la esfera productiva, sino que se proyectan también al plano de la distribución de mercancías y de su consumo, en lo que se ha dado en llamar «consumo de proximidad», «consumo verde», etc.
La crisis económica que sacudió el capitalismo mundial en el periodo 2008-2014 reabrió el debate sobre estas teorías que, en gran medida, se trasladaron a la agenda para el desarrollo sostenible de la ONU, aprobada por 193 países en el año 2015: la que conocemos como Agenda 2030, concretada en 17 objetivos para el desarrollo sostenible y 169 metas que dicen perseguir la erradicación de la pobreza extrema y el hambre, combatir la desigualdad y el cambio climático, asegurar la igualdad de género y los derechos humanos en general y de las mujeres en particular, y garantizar el acceso universal a servicios de salud y educación de calidad.
Con este marco ideológico, basado en objetivos generales que todo el mundo puede compartir, los países capitalistas y sus diferentes alianzas interestatales han formulado sus propios planes de trabajo. Tras la nueva crisis capitalista catalizada por la pandemia de la Covid-19, esos planes han recibido un nuevo impulso y, en gran medida, sirven de pretexto y justificación ideológica a las contundentes políticas de reestructuración capitalista que se han puesto en marcha.
En el marco de la Unión Europea, sin ir más lejos, se han aprobado diferentes marcos estratégicos y declarativos que representan los compromisos alcanzados entre la burguesía de cada país miembro en función de la correlación de fuerzas en su seno, compromisos que posteriormente son aplicados, no sin contradicciones, por los diferentes países de la Unión. En el caso español, el 28 de junio de 2018, el Consejo de Ministros aprobó el Plan de Acción para la Implementación de la Agenda 2030, que a la postre dará lugar al Informe de Progreso 2021 y a la Estrategia de Desarrollo Sostenible 2030, una vez formado el actual gobierno de coalición en cuyo seno se crea el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, cuya titularidad, de manera nada casual, viene asumiendo Unidas Podemos.
Los nuevos instrumentos de financiación «New Generation EU», aprobados por la Unión Europea para hacer frente a la crisis capitalista, se inspiran en la misma lógica del capitalismo verde, que se traslada por tanto al «Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia» aprobado por el gobierno español para acceder a los 140.000 millones de euros en transferencias y créditos de la UE durante el periodo 2021-2026. En general, toda la política del gobierno pivota sobre estos planes y, sobre esa base, se construye todo un discurso político e ideológico orientado a legitimar una profunda reestructuración del capitalismo. Tratando a la vez de generar amplios consensos sociales, sobre la base de objetivos que cualquier persona podría, en principio, considerar justos.
En ausencia de una posición política independiente, la clase obrera corre el riesgo de verse atrapada ante un discurso que se dirige a perpetuar el sistema de explotación. Más aún en un momento en que el turno en la gestión del capitalismo se encuentra en manos de la socialdemocracia, que ha decidido otorgar la gestión de los aspectos más sensibles de este asunto a la fuerza pretendidamente más cercana a los trabajadores y trabajadoras. En resumen, el capitalismo verde se dirige a perpetuar el sistema de explotación con un amplio consenso social, incluso entre los explotados, bajo dirección de las fuerzas políticas que dicen representar a los trabajadores y a los sectores sociales excluidos. A lo largo de los últimos meses hemos tenido algunos claros ejemplos.
Los estudios de mercado señalan con claridad que los consumidores tienen más lealtad a la marca y están dispuestos a pagar precios más altos por aquellos productos que se perciben como sostenibles. Se abren por tanto nuevos nichos de mercado, asociados al capitalismo verde, que requieren de medidas políticas que permitan su implementación: tecnología verde, impuestos y tasas verdes, etiquetado verde y empresas con políticas de «responsabilidad social y conciencia verde». La actividad propagandística del Ministro de Consumo, con independencia de su puerilidad, es un ejemplo de aplicación milimétrica de estas políticas de reestructuración capitalista, dirigidas a defender los intereses de la clase dominante. (En toda sociedad dividida en clases sociales antagónicas, toda acción política tiene una clara perspectiva de clase).
La polémica sobre la necesidad de reducir el consumo de carne para evitar la emisión de gases invernadero asociados a la alimentación; la propuesta del gobierno de imponer un sistema de peajes en carreteras autonómicas y estatales en 2024; la polémica sobre el uso del aire acondicionado o los consejos sobre cómo y cuántas veces debemos ducharnos, forman parte de una inmensa y multifacética campaña dirigida a legitimar la nueva reestructuración capitalista, incluidas políticas de reconversión industrial que, bajo la misma lógica, golpean a secciones completas de nuestra clase obrera.
El alcance de estas políticas de reestructuración queda de manifiesto en el propio Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia aprobado por el gobierno, que prevé destinar el 40,29% de los fondos de la UE a impulsar la «transición ecológica» y un 29,58% a la llamada «transformación digital». Se trata de un plan completo de reformas estructurales en la base económica de la sociedad que están teniendo un reflejo en forma de reformas legislativas de amplio calado. En el plano de las relaciones laborales, de la mano de la llamada «uberización de la economía» y de la «flexiseguridad», se camina hacia una nueva reforma laboral llamada a configurar las relaciones de explotación del siglo XXI. Y ello, con independencia del color del gobierno de turno, tal y como ya han demostrado con la reforma de las pensiones.
Las fuerzas de la clase obrera que se niegan a admitir el nuevo consenso capitalista son sometidas a un constante chantaje: quien se opone a los planes de reestructuración capitalista se convierte de inmediato en “defensor de la destrucción del planeta”.
Evidentemente, el argumento no resiste la menor crítica. Pero, no obstante, funciona. El capitalismo es incapaz de frenar el deterioro medioambiental, porque se desarrolla a su costa, pero los defensores del capitalismo verde luchan ferozmente contra quienes pretenden poner en pie una sociedad alternativa al capitalismo con un claro objetivo: si no hay alternativa, la lógica del mal menor se impone, pues siempre será mejor un capitalismo verde que capitalismo a secas. La clase obrera queda atrapada.
Otro tanto sucede en el plano de las relaciones de producción y, más específicamente, de las relaciones laborales. Aunque trascienden el objeto de este artículo, basta con apuntar que los planes de reestructuración capitalista que se han puesto en marcha están trayendo consigo un brutal incremento de la composición orgánica del capital (relación entre capital constante y capital variable), lo que supone mayores índices de monopolización, de concentración y centralización del capital, y, a la postre, una aceleración de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, lo que conlleva una mayor agresividad del capital para reducir el tiempo de trabajo socialmente necesario e incrementar la tasa de explotación. En próximos artículos abordaremos estos fenómenos y las consecuencias para los trabajadores y trabajadoras.
La única forma de combatir los planes del capital es levantar una alternativa completa al sistema de explotación, rompiendo definitivamente con la lógica del mal menor. Hace ahora 100 años, los comunistas formaron su propio partido para formular esa alternativa integral. El próximo mes de noviembre, el Congreso del PCTE aprobará un Manifiesto Programa en el que se formula la propuesta socialista-comunista en las condiciones contemporáneas. Por mucho que nos digan, sabemos por Marx que el capital, como trabajo muerto, necesita como un vampiro revivir succionando trabajo vivo. Necesita también explotar los recursos naturales hasta los límites de lo posible, aunque ello implique a largo plazo la aniquilación del género humano. Si queremos sobrevivir, no hay otra alternativa: clavemos la estaca en el corazón del vampiro, sin distraernos con el color bajo el que se nos presenta.