El pasado 23 de marzo, casi 4,5 millones de israelíes acudieron a las urnas para elegir a los 120 parlamentarios que se sentarán en la Knéset. Unas elecciones que se celebran un año después de las anteriores y que son las cuartas consecutivas en 2 años, lo que nos da una ligera idea de la volatilidad política del país.
Y es que los únicos caracteres relativamente estables en las elecciones israelíes son la amplia participación —esta vez un 67% pese a bajar 4 puntos— y la fragilidad del Likud —el partido del Primer Ministro, Benjamin Netanyahu—, obligado a hacer acuerdos electorales y que tiende a conseguir en torno a una cuarta parte de los escaños. Por lo demás, las elecciones allí son una montaña rusa donde en cuestión de meses se experimentan grandes cambios en el porcentaje de voto de prácticamente todos los partidos e incluso en el número de partidos con representación parlamentaria: de los 8 que consiguieron escaño en 2020, ahora hay 13.
Lo cierto es que en Israel se expresan múltiples contradicciones, propias del sistema capitalista, a las que se suma, además, una serie de condicionantes particulares propias. No sólo nos encontramos con la crisis catalizada por la pandemia y la imposibilidad de aprobar presupuestos generales —motivo que ha llevado a Israel a convocar estas elecciones—, sino que además nos hemos encontrado con una campaña electoral centrada, salvo excepciones concretas, en cuatro ejes discursivos principales: la cuestión religiosa del Estado; una reforma judicial; las múltiples propuestas sobre Palestina y, finalmente, la necesidad o no de una reforma política, con Netanyahu en el punto de mira por distintos escándalos de corrupción donde está implicado él mismo, o gente de su entorno cercano.
Tantos factores diferentes, en los que intervienen tantos actores diferentes, hacen de la política israelí uno de los escenarios más difíciles de analizar en la ya de por sí complicada escena política del Mediterráneo oriental. La polarización de los debates políticos y sociales es una realidad que se está manifestando a escala mundial, pero en este lugar del mundo ha adquirido un grado especial. Sin embargo, y pese a la agresividad discursiva de muchos partidos en varios de los asuntos mencionados, el posicionamiento de los partidos, a nivel práctico, se realiza en torno a la misma cuestión básica que se plantea ahora en todos los países capitalistas y que, en realidad, vertebra los ejes mencionados anteriormente: la cuestión de la modernización de un Estado plegado a los intereses de los grandes capitalistas. A pesar de ello, la realidad de la mayoría de la población no quedó reflejada en el debate político.
En febrero, el paro se situaba de nuevo cerca del 20%, con más de 800.000 desempleados, amenazando con volver a las cifras del inicio de la pandemia, cuando más de un millón de trabajadores se encontraban sin empleo. ¿Por qué una cuestión de tanto calado no fue uno de los principales ejes de la campaña? Sólo el Likud, en su afán de demostrar su capacidad de gobierno, sacó a relucir la cuestión de reducir el paro “como durante la pandemia”.
Las “ciudades árabes” —con predominio de población palestina— sufren un gravísimo problema de crimen organizado, agravado además con la escasez producida durante la crisis. ¿Por qué sólo los dos partidos árabes —Lista Conjunta y Ra’am— abordaron esta problemática que afecta a un 21% de la población del país? Sobre Palestina y la población árabe, además, se ha hablado mucho pese a lo delicado del asunto: la mayoría de los partidos —con honrosas excepciones— han dedicado de hecho mucho tiempo a debatir si la mejor solución era anexionarse de una vez Gaza y Cisjordania y erradicar (sic) a la Autoridad Palestina, o conceder la independencia a estos territorios… para “eliminar los privilegios” (sic!) que tiene la población árabe que posee la ciudadanía israelí. Todo ello contrasta, por cierto, con las vergonzosas campañas en redes vendiendo las bondades de un ejército israelí que en 2020 cometió 34 asesinatos —los reconocidos, nos referimos— a ciudadanos palestinos y en el que un tercio de los soldados que mueren lo hacen suicidándose.
Con respecto a la crisis sanitaria, muchos medios de comunicación se han querido hacer eco de la “excelente” campaña de vacunación del gobierno israelí. Sin embargo, ocultan deliberadamente el trato discriminatorio —amenazando así mismo la salud pública— contra una población palestina que no empezó a ser vacunada hasta el mismo día en que se alcanzaron las 5 millones de vacunaciones, lo que supone prácticamente toda la población judía adulta.
A finales de 2020, el 38% de los israelíes manifestaba “problemas económicos” y el 29% vivía por debajo del umbral de la pobreza, unos números enormes pero que no nos deben sorprender tampoco: en 2019, cuando la crisis sólo era una previsión de futuro, los datos ya eran del 24,1% y 20,9% respectivamente. El problema viene de lejos, pero de nuevo sólo el Likud quiso hablar sobre ello. ¿Por qué los demás no quisieron abordar esta situación?
Sabíamos que el Estado de Israel era cruel con los palestinos. Sin embargo, vemos que también lo es con los suyos, al negarse a tratar los problemas reales de la mayoría. Es necesario, por tanto, hacerse una última reflexión: ¿Por qué hay tanto interés en los países occidentales en blanquear Israel? ¿Acaso pretenden convertirla en el ejemplo de lo que debemos ser?
José Reguera.