Los campos de concentración en la España de Franco

Que España es un país de cunetas se sabe y está demostrado; son miles las documentadas y muchos miles más, los cuerpos que esperan digna sepultura. Que el exilio, la represión y la muerte fueron la argamasa de los pilares que sustentaron el régimen franquista también es conocido y sufrido por miles. Menos conocido es que España fue un país repleto de campos de concentración durante años. Según recientes investigaciones de Carlos Hernández, España fue un país con una política de creación de campos de concentración para personas acusadas de ser rojas. Comunistas, militantes de izquierdas y gente tan peligrosa como las maestras de pueblo que tuvieron la desfachatez de querer enseñar a los hijos de los campesinos a leer y escribir.

En estos campos, el hambre no cesaba en su empeño de inundarlo todo, como el sol. Día a día su quehacer consistía en forzar el rugido en cada vientre famélico. Testimonios narran que una lata de sardinas y un chusco de pan cada dos días era su sustento, agua sucia con castañas y piojos a modo de fideos. El agua como imitación de caldo y huesos como único nutriente. A partir de ahí lo único que podían tragar y masticar eran penas, humillación y desesperanza. En muchos casos debían pasar el invierno o el verano a la intemperie, en barracones, plazas de toros, conventos… Los rojos no merecían más. Muchas mujeres recibían insultos cuando rogaban poder alimentarse para amamantar a sus bebés.

La nueva España de Franco no les daría nada mejor. Lo tenían analizado y documentado científicamente. Había que reeducar o acabar con los portadores del “gen rojo”. Así se inventó el psiquiatra Antonio Vallejo-Nágera una deficiencia genética y así había que tratarlos. No merecían más que castigo. Pero la realidad nos regala paradojas que, si no nacieran de la muerte, nos sacarían una sonrisa irónica: a día de hoy, su nieta se jacta en la tele de ser una maravillosa chef. Nos habla de las bondades del emprendimiento y la cocina. Lo que no cuenta es que su infancia se forjó gracias a las prácticas de su abuelo, el “Mengele español”, maltratando seres humanos.

Las páginas de la Historia se escriben y arrancan a capricho de los de arriba. Por eso escribir nuestra Historia sigue siendo necesario. Coser cada hoja arrancada con hilo rojo, para que no se olvide y para que no quede como anécdota. Porque algunos intentan minimizar la realidad comparándola con la terrible magnitud del nazismo, para borrar a los rojos que personifican el drama haciéndolos pequeños ante los millones de judíos asesinados. La sombra de los crematorios de Auschwitz no puede tapar las siguientes cifras; al menos 296 campos funcionando a pleno rendimiento desde el inicio del golpe de estado; entre 700.000 y 1 millón de portadores del “gen rojo” pasaron por alguno de esos campos; suman miles los muertos y en cada investigación, la cifra crece; Andalucía y el País Valenciano fueron las regiones con más campos.

Los campos no se improvisaron. Es cierto que no alcanzaron la racionalidad, ritmo, estructura y capacidad de exterminio que los del nazismo, pero fueron planificados y premeditados. El objetivo de los campos fue seleccionar y clasificar a los presos; fusilables, penables, reeducables y los incorporables al franquismo. Campos de distinto tipo y en diferentes condiciones que variaban en condiciones de presidio y número. Se usaron todo tipo de edificios aunque la mayoría surgieron en barracones construidos ex-novo.

Fueron una pata más de eso que el general Mola definía en abril de 1936, meses antes del golpe, como “atmósfera de terror”. Así se convirtieron en una parte más en la construcción del estado franquista donde la represión era el elemento vertebrador. Junto a estos campos se crearon diferentes unidades de trabajo forzoso que junto a la legislación represiva fueron imponiendo esa sensación de “dominio” que Mola, y después Franco, necesitaban para imponer un estado y un gobierno que no contaba con apoyo popular.

Cuando la división Litorio arrinconaba a la II República en el puerto de Alicante se pusieron en marcha dos de los campos más conocidos hasta ahora; el de “Los Almendros” y el de Albatera. El primero, conocido por la novela de Max Aub, fue provisional y creado para hacinar a los presos que no pudieron marchar en el Stanbrook. Luego, estos serían trasladados en su mayoría al de Albatera, el mayor campo de concentración franquista. Allí los falangistas locales iban pasando para señalar a los presos acusados de ser rojos para ser fusilados, torturados en público atándolos con alambre de espino y numerados para que en caso de fuga, se fusilase al anterior y al posterior. El terror como premisa. En una visita al campo, Giménez Caballero les dijo con claridad: “Estáis a nuestra merced. Si quiero, no tengo más que dar la orden; estas metralletas automáticas que os apuntan dispararían hasta terminar con todos vosotros. No tenemos que responder ante nadie”. El suplicio en Albatera duró 7 meses, en otros campos todavía estaba por empezar.

Los comunistas, como siempre, siguieron organizados. Se sabe que en Albatera crearon un comité para organizar la fugas. Así logró huir Jesús Larrañaga, máximo dirigente comunista en el campo, para poder llegar hasta el exilio francés. Incluso cuando la muerte se impone frente a la vida, la organización comunista se mantiene.

Álvaro Luque

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