Febrero de 2020. El campo español se agita. Un confuso sentimiento de indignación y miedo corta la autovía A-66, histórica conexión del occidente peninsular, hoy tan olvidada como el propio occidente español, en Hervás, en el límite entre Salamanca y Cáceres. Días antes, los agricultores se manifiestan en varios puntos de España. Reivindican un precio justo por su trabajo y entre medias se cuelan quejas por la subida del SMI. Comienza a cundir el pánico ante una noticia que llega desde Bruselas: “¡Nos recortan las ayudas de la PAC! ¿Cómo vamos a sobrevivir sin ellas?”
España es una de esas economías donde el campo lleva años sufriendo una agonía cada vez mayor. Si nos atenemos a los datos del Instituto Geográfico Nacional, el sector primario desciende de casi el 50% de población ocupada en 1950 a menos de un 7% a principios del siglo XXI. Este descenso comienza en los años 60, con la introducción de maquinaria más eficiente y con el fenómeno del “éxodo rural”, que llevará a los campesinos y los pastores a unas ciudades que comienzan a industrializarse antes de estancarse después de los años 80 —que da por sí solo para hablar mucho—, y se acelera desde los años 90, tras la entrada en la UE.
El abandono del agro tiene toda una serie de consecuencias que varían desde lo ecológico (mayor virulencia de los incendios, desequilibrios en ciertos ecosistemas, etc.) hasta lo social (falta de infraestructuras sanitarias, educativas y de medios de comunicación y transporte adecuadas). Pero si hay algo destacable en este proceso, ha sido el cambio en las relaciones de producción del campo. Y en ese cambio, uno de los principales aspectos a examinar es el papel de la Política Agraria Común (PAC), cuyos recortes despiertan a los agricultores españoles con un sudor frío cada noche.
Y es que la PAC es una de las medidas estrella del intervencionismo económico en Europa occidental desde el mismo nacimiento de la Comunidad Económica Europea. Una de aquellas medidas necesarias, en los años 50 y 60, para garantizar la producción alimentaria en una Europa que volvía a crecer e industrializarse tras la destrucción de la II Guerra Mundial y que no podía permitirse, con la pujanza del bloque socialista más allá del Telón de Acero, no buscar un estado del bienestar para sus trabajadores.
A partir de los 80, los subsidios a la adquisición de material y formación agrícola acaban generando un problema con el cual los países de la CEE comenzarían a lidiar desde entonces: la sobreproducción. Se reforma la PAC por primera vez, iniciándose una segunda etapa en la que se amplían las subvenciones a la exportación de productos alimentarios y se establecen cuotas en algunos productos (como las “cuotas lecheras”) para limitar la producción. La “reforma MacSharry”, en 1992, cambia el paradigma de la PAC al establecer ayudas directas a la renta, abandonando así la fijación de los precios agrarios que hasta entonces se había llevado a cabo; por otra parte, también se establecen cuotas nacionales y primas al abandono, jubilaciones anticipadas, repoblaciones forestales de tierras agrícolas e incluso programas de protección ambiental.
La entrada del siglo XXI presenció una breve tercera etapa, entre 1999 y 2003, en la cual se introducen políticas de desarrollo rural (los fondos FEADER) y los límites máximos al presupuesto de la PAC. En 2003 comienza la cuarta etapa, donde se prioriza lo que se conoce como el “desacoplamiento”; es decir, un pago único anual independientemente de la producción y sujeto a dos condiciones: “buenas prácticas agrícolas y medioambientales”, por un lado, y “requisitos legales y de gestión” por el otro.
¿Cómo podemos traducir este recorrido histórico de la PAC?
En primer lugar, dentro del contexto de la formación de la CEE y posteriormente la UE. A cada reforma de la PAC, presenciamos cómo una UE imperialista va ajustando su política agraria a los intereses de los monopolios europeos agropecuarios y forestales en un mercado globalizado. Primero, garantizando la productividad; segundo, limitando la producción, subvencionando la exportación y fomentando con primas el abandono de terrenos agrícolas que, posteriormente, se repoblarían o se venderían, generalmente, a empresas con capital suficiente para comprarlo; tercero, impulsando subvenciones al mundo rural para extender el ámbito de la PAC y, finalmente, desvinculando las subvenciones de la producción y ligándolas a otros criterios.
La mejor forma de evaluar la PAC es analizando las consecuencias: en la mayoría de países de la UE, España incluida, nos encontramos con que el precio de venta al público de productos agrícolas multiplica en varias veces el pagado al productor; los precios pagados a los jornaleros son cada vez menores y la tendencia general ha sido la de la concentración parcelaria y el impulso de grandes empresas agroalimentarias: es habitual ver a los miembros de la casa de Alba o la familia Domecq —ésta emparentada con el ex-Ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete—, además de empresas como Mercadona, Campofrío o Don Simón, formar parte del escaso 1,68% de beneficiarios de la PAC.
¿A quiénes amenazan los recortes de la PAC con cerrarles el negocio? En especial, a los pequeños propietarios de un sector agrario que necesita de las ayudas y las subvenciones —en 3 de cada 4 casos, inferiores a 5.000€— para compensar las pérdidas económicas que, por cierto, se traducen en beneficios para ciertos intermediarios, propias de la dinámica del sector. Y tras ellos, a los jornaleros que trabajan para esos pequeños propietarios y ven amenazados sus puestos de trabajo. La PAC es a la vez la causa —al fomentar la acumulación y centralización de capital— de la ruina del campo y el parche —al hacerlo mediante subvenciones— que busca el campo para evitar su ruina. Los agricultores se manifiestan hoy como consecuencia de décadas de la PAC en España.
¿De verdad es ésta la ayuda que necesita el campo español?