Que a Podemos y sus adláteres la primavera de 2019 no les ha traído flores es una historia que podría parafrasear en su título a García Márquez, por aquello de la crónica de una muerte anunciada. Más allá de saber si la herida será mortal, lo que parece claro es que seguirá sangrando obstinadamente bastante tiempo aún. Para la novísima socialdemocracia nacida del 15M el ciclo electoral del 28A al 26M ha sido una agonía anunciada y un descalabro mucho mayor del previsto —por ellos—.
Podemos pierde gran parte de los “ayuntamientos del cambio”, doliendo especialmente el de Barcelona y, sobre todo, el de Madrid, y se queda sin representación en varias comunidades y en multitud de municipios. Ahora vuelan las acusaciones, las culpas y los cuchillos. No es mi intención caer en la burda intriga de amores y desamores, de deseos y traiciones. Que se entretengan con ello sus protagonistas. Para el resto es una trama confusa y aburrida. Sin embargo, puede ser interesante analizar el magnífico drama desde una perspectiva más general.
Muchos se empeñan en criticar que las diferencias estratégicas entre los mil protagonistas de estas riñas eran mínimas. Y no es cierto, no eran mínimas, sino inexistentes. Por eso eran insalvables, por paradójico que sea. Tenían un mismo objetivo estratégico, un mismo punto final del camino: el sillón, la muy confortable poltrona del gestor capitalista. El fin era el mismo, de ahí el problema, porque el fin era limitado… no había para todos. Las diferencias, por lo tanto, eran tácticas, cómo llegar el primero a esa meta.
Convertir la organización partidaria en una suerte de catarsis organizativa descentralizada, hacer de la política un show mediático, abandonar todo discurso mínimamente de clase, por lo “transversal”, por lo “confluyente”, todo esto hizo que amplias masas trabajadoras les dieran la espalda. Podemos, IU y compañía podrán tirar de Big Data o de Juego de Tronos para saber qué ha pasado, pero no lo entenderán a menos que hagan un análisis de clase, y eso, tiene pinta, no va a pasar. Están más preocupados en cerrar su arco dramático: entraron en escena para “matar al padre” y acaban pidiéndole perdón y dándole una próspera y nueva vida.
¿Se acuerdan del juego de la silla? Un juego infantil perverso en el que no hay sillas suficientes para que todo el mundo se siente y obliga a competir por las que hay. Algunos asumieron las reglas del juego y ahora se lamentan porque los más fuertes les dejan fuera del círculo. Para no perder a veces hay que jugar a otra cosa.