Las palabras reflejan realidades. Aunque muchas y muchos postmodernos no estarían de acuerdo conmigo, es la vida real la que actúa frente al espejo de las palabras. También en China.
No son pocas las veces en que un chino se ha dirigido a mí llamándome «hermano». Y, a la inversa, cada vez que yo hablo del mío, tengo que aclarar que me refiero al hijo de mi misma madre, bajo riesgo de que sin la aclaración, mi interlocutor pierda completamente el hilo de la conversación.
Lógicamente, el cambio de significado tiene como origen la famosa política de hijo único.
Esta política, que entró en vigor en 1980, redujo el índice de natalidad chino, que en 1979 era de 2,8 hijos por mujer. El gobierno chino calcula que, de no haberse aprobado, entre 1980 y 2015 hubiesen nacido 400 millones de personas más.
Los motivos para hacerlo eran varios: a pesar de una política inconsistente en la construcción del socialismo, el periodo de Mao logró porcentajes de crecimiento económico de dos dígitos, unido a una mejora de la atención médica, la esperanza de vida y la educación. Sin embargo, la parte económica de este desarrollo fue casi imperceptible para muchos chinos: casi tanto como la economía, crecía la población entre la que había que repartir sus frutos. Entre 1949 y 1976, el periodo de Mao, la población creció de 540 a 940 millones de habitantes. De esta forma, la economía, medida per cápita, apenas se multiplicó por tres. A esto se le suma el énfasis rural del maoísmo, que hizo que en 1982 solo el 20,9% de la población viviese en ciudades.
La aplicación de la política de hijo único se combinó con un esfuerzo por urbanizar el país, alcanzando casi el 60% en la actualidad. Desde 2015, una vez se estabilizó la población en torno a 1.386 millones de habitantes, se decidió permitir a todas las familias tener un segundo hijo. Sin embargo, el anticipado baby boom no se ha producido.
Al contrario, en 2018 se registraron 15,23 millones de nacimientos, es decir, dos millones menos que un año antes y casi 5 millones menos que los que pronosticaba la Comisión de Planificación Familiar, el órgano del gobierno para asuntos de natalidad. Se espera, además, que el índice de nacimientos caiga en los próximos años y que no supere los 10 millones en las próximas décadas, con lo que el crecimiento de la población sería negativo.
Entre los motivos que explican este declive está el rechazo a tener hijos, de alrededor de un 31% de las mujeres en edad fértil, y especialmente los costes de la reproducción. La vivienda en ciudades como Beijing, Shanghai, Guangzhou, Tianjin o Shenzhen tiene un precio similar al de las capitales de países desarrollados, pero los salarios son un tercio de los de estos países. Determinados niveles de la educación, toda la sanidad y otros servicios son de pago en China, lo que hace que un hijo sea costoso. No deja de ser irónico que la privatización haya acabado teniendo un impacto mayor sobre las familias que la Comisión de Planificación Familiar.
Ante esta situación, las autoridades están planteándose abolir completamente las restricciones al número de hijos y comenzar una política de incentivos a la natalidad.
Y es que China es un país de paradojas. Uno que privatiza en nombre del socialismo, que restringe la maternidad para luego estimularla, en el que te llaman hermano quienes no pueden tenerlos. Y cuando puedan, eso sí, dejarán de hacerlo.