Desde finales del siglo XX, hemos asistido con cada vez mayor frecuencia a las denominadas “revoluciones de colores” que, junto con las “primaveras”, marcan el curso que siguen las revueltas populares contra sus respectivos gobernantes, y que, en teoría, son el resultado de la necesidad de los sectores obreros y populares de buscar mejoras para ellos mismos dentro de un sistema voraz y terrible como es el capitalismo.
Uno de los últimos países donde se ha visto esta tendencia ha sido Francia, de una manera especialmente vistosa no sólo por la violencia de fuerzas represoras del Estado y grupos de manifestantes, sino por los llamados “chalecos amarillos”, que remarcan, casi como un rotulador fosforito sobre el papel, el carácter obrero de unas protestas que comenzaron por la subida del gasoil y que han acabado poniendo a Emmanuel Macron, liberal sin remedio, y prácticamente a toda la República contra las cuerdas. Y todo a base de reivindicaciones económicas inmediatas de la clase obrera – congelación de la subida del precio de los carburantes, reducción de impuestos a los jubilados con pensiones menores a 2.000 euros mensuales, subida del salario mínimo… – que han tenido un amplísimo apoyo popular (70% de los franceses) y a la mayoría de las cuales ha tenido que acceder “Monsieur le Président” para calmar los ánimos.
A priori, debería de ser una buena noticia para la clase obrera española de la que se podría tomar ejemplo. Pero no podemos olvidar la otra cara de la moneda: este mes de disturbios generalizados ha sido la mejor campaña electoral del ultraderechista Frente Nacional. En el día en que se escriben estas líneas, las encuestas francesas señalan que, de haber elecciones ahora, Marine Le Pen sería la ganadora de una primera vuelta electoral con un 27% de los votos, frente al 21,6% de las últimas y dos puntos por encima de Macron. “La Francia Insumisa” de Mélenchon, primer partido de “izquierda”, baja más de 5 puntos hasta el 14%. ¿Qué está ocurriendo?
En primer lugar, hay una cuestión absolutamente evidente: los “chalecos amarillos” beben directamente de la tradición de movimientos como el 15-M, los cuales hablan de “transversalidad” y de “movilizaciones sin banderas”, y que sitúan que las movilizaciones tienen éxito si no se divide a la “ciudadanía” en función de colores políticos. Desde esta concepción, el papel tradicional en defensa de la clase obrera que desempeñaban el Partido Comunista (en lo político) y el sindicato (en lo económico) es inútil para unos “ciudadanistas” que niegan la existencia actual de la clase obrera. Es en este río revuelto sin banderas ni conciencia de clase donde ganan los elementos reaccionarios, más por la ausencia de facto de los comunistas que por su propia capacidad política en la era de la “política del meme”.
Porque he aquí donde está realmente el problema: los comunistas hace mucho que abandonaron la dirección del movimiento obrero, cediendo el espacio del descontento obrero en el centro de trabajo y en el barrio, donde se deshacía el incesante “lavado de cerebro” de los ideólogos burgueses de distinto signo. Hoy, es esta burguesía la que presenta sus programas políticos de máximos a través de partidos reaccionarios, como el Frente Nacional en Francia o Vox en España, sin apenas oposición. El amarillo nos está dando una clara advertencia: o volvemos al rojo; es decir, al trabajo político real en los centros de trabajo y en los barrios, en contacto directo con los trabajadores y sus familias, o color tras color, estos cavarán su propia tumba con la pala que les ofrezcan los capitalistas. Por suerte, en España no hemos necesitado que llegara Vox al parlamento para empezar ese trabajo.