Nada es común en su política: del campo, su propiedad, la ideología dominante y las uniones existentes y posibles

Estampas rurales en medio de la ciudad. Tractores invadiendo carreteras hasta cerrar los centros de las ciudades. Agricultores molestos, con la cara roja de enfado y alguno con las cuerdas vocales a punto de rasgarse. Reivindicaciones de todo tipo y color. Las escenas se repiten en prácticamente todos los países de Europa donde ondea la bandera azul con estrellas. Un claro culpable surge de entre los gritos en las protestas: ¡Bruselas! ¡Bruselas es culpable!

Quizás es el momento de repasar el contexto socioeconómico de la Europa de 2024, el que todos conocemos de sobra pero a veces intentamos olvidar y fingir que no existe. No juzgo a nadie por querer hacerlo tampoco pero, en caso de que alguien haya decidido evadir la realidad y soñar con una vida paralela, mi deber es devolverle a este mundo: los precios están por las nubes y los trabajadores somos cada vez más pobres. Traduzcamos esta verdad universal al mundo rural: los agricultores están pasándolo mal y buscan, como es natural, la forma de quitarse de encima los problemas que les afligen. Y hemos de reconocer que no andan demasiado desencaminados buscándolos en Bélgica —si bien están en todas partes—, porque una atenta mirada a las reivindicaciones presentadas, tanto en España como en el resto de países europeos, nos permite observar dos hechos probados.

El primero de ellos es que hay un sentimiento detrás de las consignas muy real: el miedo al empobrecimiento. Hagamos una breve lectura de las exigencias básicas: aranceles a productos procedentes de otros países, para reducir la competencia, y especialmente frente al trigo ucraniano, que la UE decidió asumir; desregulación de productos fitosanitarios —abonos y plaguicidas—, con el fin de abaratar costes; reducción de impuestos a los combustibles; seguros agrarios; legislación contra macroproyectos fotovoltaicos, que reducen terrenos agrícolas; toda una serie de subvenciones, de lo que hablaremos en el siguiente párrafo; y, por último, la prohibición de vender a pérdidas, cuestión razonable y que desgraciadamente sirve, como podemos observar cada vez que vamos a comprar, para especulación de los distribuidores y aumento de la inflación. Son, en definitiva, reivindicaciones propias de un sector que siente el lastre de ver nubes negras en su horizonte vital, varias de ellas similares a las que encontramos los trabajadores en el otro extremo de la cadena de distribución.

El segundo hecho probado es que el “campo español” no es ni socialmente homogéneo ni ideológicamente uniforme, por mucho que los distintos partidos políticos quieran vender ese cuento para capitalizar una lucha justa o para eliminar apoyos a un sector en lucha. Las tablas reivindicativas varían enormemente no solo por cuestiones geográficas, sino dependiendo de la organización agraria que las publicase; fuera del consenso básico, hemos visto todo tipo de peticiones, incluyendo auténticos esperpentos —mención honorífica a una reivindicación de “ley contra los chemtrails”—. Pero es dentro de dicho consenso donde nos encontramos los equilibrios entre distintos sectores del campo. Equilibrios que se sienten cuando, ante un análisis de los problemas que manifiestan esencialmente los pequeños agricultores, las propuestas para corregir dichos problemas caminan en la medida de lo posible dentro de la senda marcada por las leyes del capitalismo.

Pongamos varios ejemplos. Los agricultores analizan que los productos de otros países son de peor calidad porque utilizan fitosanitarios de peor calidad; la solución lógica sería exigir el abaratamiento de los fitosanitarios que te garantizan mejor calidad pero, en vez de ello, se reivindica la liberalización del sector y poder importar abonos de peor calidad pero menor coste, como forma de aumentar los beneficios. Los pequeños propietarios también analizan que, en la situación actual, no pueden afrontar las modernizaciones necesarias para competir en el mercado capitalista; en consecuencia piden subvenciones para modernizar sus explotaciones agrícolas pero, lejos de exigir una cantidad máxima de ingresos para evitar la entrada de grandes propietarios, queda la propuesta abierta a todos. Y por supuesto, la estrella: analizar que el problema es “Bruselas” y su Política Agraria Común pero, lejos de pedir su eliminación, se pide revisar las ayudas de dicha PAC.

Este fenómeno de orientación de las reivindicaciones demuestra que la ideología dominante en el campo es la de los monopolios agroalimentarios, pero el hecho de que exista tal orientación demuestra que es posible cierta alteración a esa situación porque, como todo en el capitalismo, el campo en España va a dos velocidades: aquellos que se benefician con una industria agroalimentaria cada vez más productiva, y exportadora, y aquellos que se sienten abandonados y se van empobreciendo gradualmente; aquellos que reciben más ayudas mientras explotan a cada vez más trabajadores en cada vez peores condiciones, y aquellos que no tienen asalariados a su cargo y trabajan la tierra con sus propios medios. Que los gritos contra la Agenda 2030 no nos confundan: los primeros, por mucho que espoleen a los segundos, se benefician objetivamente de la legislación ambiental actual; no solo porque se pueden permitir pagar los costes que eliminan a los segundos y quedarse con sus terrenos, sino porque son los que más disfrutan de las subvenciones al campo.

Porque precisamente para eso sirve la legislación ambiental en el capitalismo. Desde Nuevo Rumbo no podemos dejar de recomendar la lectura de los documentos de la Acción Comunista Europea (accesibles en la web del PCTE) y, en este caso, los de la Teleconferencia sobre “crecimiento verde”. Las conclusiones que hacemos los partidos comunistas coinciden: bajo el paraguas de lo “eco-friendly”, el capitalismo no puede compatibilizar su existencia con los recursos naturales. Las políticas ambientales, por tanto, se definen de tal forma que permitan obtener las mayores ventajas posibles a los monopolios propios al mismo tiempo que sitúan barreras a su competencia. El hecho de que, por ejemplo, existan actualmente movimientos para legalizar el uso de transgénicos en la agricultura europea —para beneficio de los monopolios capaces de producirlos, evidentemente—, o el ya mencionado problema del precio de los fitosanitarios en Europa, dejan muy claro que la ecología en el capitalismo es más márketing básico que una disciplina de la biología.

Ése es precisamente el sentido de la Política Agraria Común: márketing básico de una alianza imperialista. No es la primera vez que hablamos de ella en estas páginas, y desde luego que no será la última. Sin embargo, hay que recordar que esta PAC es, de forma directa, responsable de la remodelación del sector agropecuario de los países de la UE. Si analizamos las consecuencias de esta Política, vemos que en todos los miembros el modelo de propiedad del campo ha exagerado enormemente las diferencias. En el caso de España, los datos que refleja el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación en el Plan Estratégico de la PAC 2023-2027 lo dejan claro: en el periodo 2000-2020 la productividad agrícola aumentó un 46%, los ingresos por trabajador un 93%, la exportación un 226%. Se pretenden destinar a España, de 2023 a 2027, 32.549 millones de euros más otros 1.445 millones adicionales de fondos de la PAC. No obstante, el acceso a dichas ayudas exige cada vez más condiciones, lo que favorece —aún más— que dichos fondos se repartan entre menos manos. La respuesta es obvia, pero hay que formular la pregunta: ¿a quién beneficia la PAC, una de las principales políticas de la UE?

Queda patente que a la mayoría de agricultores no, y que a los trabajadores, tampoco. La Unión Europea —lo existente en la actualidad— no beneficia más que a los monopolios, sin importar a quién deje atrás, porque no hay nada común en su política. En su camino hacia la concentración de capital, los mecanismos de la PAC convierten a los trabajadores autónomos del campo en una fuerza con determinados intereses contrarios a los del gran capital. En un escenario de lucha de clases, estos sectores pueden ser parcialmente arrancados de las hegemonía de sus capas superiores —que presentan sus intereses como los intereses de todos ellos— y convencidos de que lo que más les beneficia es participar activamente o, al menos, no oponerse, a la lucha general que dirige la clase obrera contra la clase burguesa dirigente. Se vuelve entonces posible la alianza social, bajo dirección de la clase obrera, con estos sectores autónomos, construida y fomentada en base a aquellas reivindicaciones que benefician a ambos —por ejemplo, control y abaratamiento de precios o reivindicación de estándares de calidad en los productos— y cuyo principal resultado ha de ser el fortalecimiento de las posiciones obreras en la correlación de fuerzas.

Evidentemente, este proceso de alianzas no se construye de un día para otro, y menos en las condiciones actuales. Falta aún, y está es la prioridad absoluta de los comunistas, una clase obrera consciente y organizada con claro conocimiento de sus fines que pueda ejercer y estructurar esa hegemonía. Faltan estructuras que aún no existen, dinámicas sociales aún no instauradas. Partimos además de muy atrás, dada la enorme influencia que aún mantiene la gran burguesía sobre estos sectores. Pero esa unión —la posible, que no la existente— nos acercará al derrocamiento del Estado capitalista y la creación de una sociedad nueva. Avancemos

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies